Muere Saramago y lloran las piedras del mundo. Lloran en las barriadas pobres y en los despachos de los revolucionarios de salón. Muere Saramago y los comunistas del mundo, cada uno de su padre y de su madre, un hilo rojo nos une y nos separa, recuerdan la voz potente, alzada del suelo, voz de la memoria, de uno de los referentes éticos de la izquierda mundial. Campesino, autodidacta, escritor de prosa densa y verdadera, periodista, animal político, describía el mundo de la explotación y la terrible deriva del capitalismo hacia la nada. Manos grandes, como si quisieran consolar el dolor de la tierra; pelo cano, escaso, figura firme y flexible como el junco (Mao, dixit), Saramago era barricada y referente, clavel revolucionario, Grándola, y conciencia singular, colectiva, de los parias. Escribo estas líneas y le pido a mi nieta Lola, muy triste, que ponga la canción de Zeca Afonso. A los viejos las muertes, sabido es, nos afectan poco. Será por no sentir su cercanía. Polvorientas, las mejores novelas de José, reposan en los estantes superiores de la biblioteca. Hace años que no transito por ellas. He seguido leyendo a Saramago con complicidad comunista, como si me importaran sus textos. He sido fiel a pocas cosas: unos principios antiguos, amistades, lecturas. Cada vez que Saramago publicaba una nueva novela alguien me la regalaba. Reconozco que lo leía a saltos, como si su prosa me recordara lo que somos: reconozco también que ya sólo quiero olvidar.
Dentro de unos años, leeremos a Saramago como uno de los prosistas que mejor describió el viaje a ninguna parte del capitalismo, de la democracia moderna. Otros, la mayoría, pasearán por sus páginas destacando su elaborada prosa, su forma ejemplar de concebir los diálogos, lo apesadumbrado de su voz, centinela en un campo incendiado. Leerán un autor descontextualizado, fuera del mundo, y muchos no comprenderán que, al menos durante veinte años, fue un referente ético de la izquierda comunista. ¿Comunista? No estaremos ni en los museos. Ni siquiera en los museos de cera: museos del horror. Saramago, comunista. Escritor. ¡Comunista! ¡Stalin! La historia literaria, como si le importara a alguien, hará justicia, dentro de unos lustros, a uno de los mejores prosistas portugueses del siglo XX. Alguna de sus obras se estudiarán en las universidades y tesis doctorales (ya existen) analizarán sus palabras, sus sintagmas. Saramago comunista quedará como una referencia anodina, marginal. Muere Saramago, despidiéndose de la vida, un día gris de junio y las palabras de la tribu pierden uno de sus mejores escribas. Muere Saramago y su voz de altavoz, de estatua moral, se eleva hacia la Historia. Una historia de cosas pequeñas, de gestos y caricias, de desilusiones y esperanzas. En el imposible espacio de la verdad, donde las gradas son de piedra, Saramago tiene asiento preferente. Describió el mundo y las tropelías de sus enemigos y concibió una península ibérica a la deriva. Saramago, muerto, sigue pensando el modo de transformar la realidad. Para eso escribía.
María Toledano (Mundo Obrero)
María Toledano (Mundo Obrero)
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