Aun sin olivos que no sean ornamentales, apenas sin maizales y campos de alfalfa, con una huerta achicada a arqueológicos restos, apenas unos árboles frutales de los miles que eran, casi sin animales de granja, esta ciudad puntea, de vez en cuando, que fue rural antes que metropolitana.
Fue rural, aun cuando lo rural lo hemos reducido a la casa de turismo, en miniciudades cuando las fiestas locales, en museos de interpretación de un pasado que ni se quiere entender, ni con el que siempre se puede estar orgulloso.
Fue rural, porque esta ciudad, aun en los momentos de sus portentosos palacios renacentistas, de sus maravillosas casas modernistas, estaba simbiotizada de forma vital con su entorno.
Y este gallo del pasado transitaba por el barrio de San Pablo, no por el de la Madalena, en el que sí hay alguna referencia ornamental y referencial dedicada a este ave.
Aun perdedor en la pugna con el león, animal que todos consideran símbolo de la ciudad, y al que la ciudad otorga una imaginería más variada y abundante, es este gallo emblema con el que yo me siento más a gusto como indígena de esta tierra.
Es más cercano, producto local de un mercado que no precisa importarlo de otras latitudes.
Encarna valores menos subidos de humos, menos pretenciosos, que los que achacan al pobre león, que de tanta responsabilidades que le echan encima, casi se nos extingue.
Es más francés, que es algo que los afrancesados siempre valoramos en su justa medida.
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