jueves, 17 de junio de 2010

Flamboyán

Reconozco que he llegado a una edad en que me parecen mucho más espectaculares las rosas que las carreras de coches y mucho más excitantes las hojas de un ciruelo que una pasarela de modas. Túnez, el país donde vivo, tiene pocos museos y pocas librerías, pero basta esperar con paciencia para que todos los años sus calles se vean invadidas por las más refinadas y vanguardistas obras de arte: la primavera. Todas las mañanas de este mes de mayo hago mi peregrinaje floral, localizo nuevos brotes imprevistos, registro cambios en los muros y visito religiosamente el callejón de la Aurora y la rue de Boulogne, donde -ascendente y descendente- una sucesión espumosa de blancos, rosas, naranjas, lilas y fucsias estalla al final en el suavísimo malva nocturno de una jacarandá lentísima. En las selvas hay verdes húmedos que envenenan el alma; en la plaza de Mendes France hay un rojo tan irracional, tan inmoral, que puede volver loca a una mente frágil. Si se quiere conservar el juicio hay que explicar ese color o compartirlo y para ello no caben atajos: o se lleva a empujones a los amigos al pie del arbusto y se les obliga a mirarlo o se dedican minutos -y minutos- a describirlo pacientemente. Nada que podamos contemplar en una pantalla es tan espectacular, exigente y amenazador como un ciprés que sangra bouganvillas por todas sus ramas -o un flamboyán en llamas.

Santiago Alba Rico

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