jueves, 29 de octubre de 2009

Zaragoza

Esta precisa geografía bascula, perezosa, entre los estériles montes y las ubérrimas riberas. Alterna oximorónicos ecosistemas con una equilibrada y lunática expresión de asombro, como si con ella no fuera el asunto. Subsume las energías de su entorno, que su cardo y decumano alcanzan ya los centenares de kilómetros, que tanto vampiriza como energiza a quienes alcanza.
Es rabiosamente constitucional por lo provinciana, y bien que se enorgullece de ello, y bien que lo ejercita todos y cada uno de los días de la semana, porque aúna providencia por vocación, por imposición armada, y aun por conveniencia económica de esa su característica burguesía media-alta que sería más feliz en la León de la Legio VI: un campamento militar en el que hacer grandes negocios, un buen pilar con el que simbiotizarse como totem-moloch, y ya está.

Y todo lo demás es contingente: las gentes, los paisajes, los espacios comunes, la vivienda privada y los edificios públicos, todo va y viene llevado por la marea de las modas que visten y desvisten las apariencias. Se ha hecho y rehecho docenas de veces, de forma orgánica, o más bien glandular, al servicio de los dineros, de esas cuatro, o tres, familias de cuyo nombre no quiero acordarme, y que acaparan el alfa y el omega de lo que se hace y se deja de hacer.

Muchas transiciones ha conocido su plástica trama urbana, que si una vez fue esplendorosa ciudad blanca, luego se hizo gótica, barroca, cuartelaria, expositiva, especulativa. Ahora dice que quiere ser florero del mundo, y hasta culturalia de la Europa, pero con unas definiciones de flor y cultura que más entroncan con el negocio, el milenario negocio de la apropiación del trabajo ajeno a cambio de nada, o de casi nada, que con otra cosa.

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