domingo, 25 de octubre de 2009

Es peligroso asomarse al interior


Es un cielo de atardecer de esos otoñales, azules, atigrados de colores grises, y blancos, y azules, en los que nos sumergimos sin más contemplaciones, porque sí.

En una brisa plácida, narcótica, extemporánea, susurrante de atónas y melancólicas notas, de recuerdos, siempre de recuerdos, que qué otra cosa queda más que los recuerdos.

Ella contiene, de lo conocido, acaso una no menor parte de lo mejor, unos de esos pequeños, diminutos y preciados instantes de algo parecido a una maravillosa felicidad que casi siempre llegó como de sorpresa, sin pretenderlo ni planificar ni un instante, ni un me gustaría que acaso hubiera sido así.

Fueron, mas ya no hubo nada, nada que reseñar desde hace tanto tiempo, que sólo quedó el solo recuerdo de su propia ensimismación, y una circularidad, regularidad dirían otros, meridiana con la mortandad de flujos, de tal veces, de por qué no fuese posible. Y todo ello adentro, concentrado, pensado y repensado, nunca hablado, porque las palabras son como un cansancio atroz, inasumible y por eso telepático.

Y estos son algunos de esos instantes de peligro en que, asomado uno a su interior, se corre el riesgo de precipitarse por uno mismo, que no hay redes, ni seguridades ningunas. Caernos por el pozo de nosotros mismos, por uno de esos extraños lugares en que no respirar, ni visualizar, ni tampoco reír.

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