
Don Juan es el arquetipo del macho que piensa con la bragueta, un monstruo de depravación, infantil y caprichoso, para quien el juego del amor no sirve si no lo cuenta. Lo que llamamos un fantasma. No sorprende tampoco que su obra se represente todavía en Halloween (para nosotros, Tosantos), la fiesta de los muertos vivientes de los niños disfrazados.
Bien mirado, Don Juan es un pobre diablo que se ve venir el tiempo encima, tanto el de su propia edad biológica como el que arrastra el cambio de las modas sociales. Por eso todavía nos fascina, por eso intentamos comprenderlo y justificarlo a la luz de ahora, cuando el juego de las seducciones está a la orden del día en ambos sexos y los versos al oído no pueden escucharse entre el estrépito de la música moderna.
Residuo de gestas imperiales, españolito que entrelaza su leyenda de conquistador sexual con la de matarife sin escrúpulos, hemos cometido la torpeza de olvidar lo segundo a despecho de escandalizarnos por lo primero.
Pero tranquilos: la Santa Inquisición vela por nosotros y se encarga de enviar al caballero seductor a los infiernos, convirtiéndolo ya no sólo en un fantasma, sino en un pobre diablo arrepentido.
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